“No se deben poner todos los huevos en la misma canasta”. Hemos escuchado numerosas veces esta trillada - pero muy acertada - aseveración para referirse a las bondades de tener una cartera diversificada. Para el inversor común eso se resuelve con un portafolio compuesto por acciones y bonos, siendo que la historia reciente mostró una relación inversa entre estos dos tipos de activos. Cuando a uno no le iba bien, al otro sí, logrando así un suavizado crecimiento del capital.
Esta relación inversa, es conocida técnicamente como correlación negativa, e implica que, cuando el valor de un tipo de activo sube, el otro tiende a bajar, y viceversa. Este fenómeno ha sido una estrategia clave para evitar pérdidas significativas en un portafolio, convirtiéndose en una de las principales tácticas al diversificar una cartera de inversiones.
¿Es esta una situación normal? En la imagen se puede observar que lo ocurrido en los últimos años (1998 a 2019) es una situación atípica.
La relación histórica de larguísimo plazo entre acciones y bonos es de correlación positiva, en otras palabras, en promedio, ambas clases de activos tienden a moverse en la misma dirección (aunque no necesariamente en la misma proporción). En 2022 vimos algo de esto.
La mayoría de los activos - bonos, acciones - en última instancia dependen de la promesa de un flujo de caja futuro (con mayor o menor certeza), lo que explica ese movimiento conjunto (MFS).
Entonces, ¿cómo deberíamos abordar la diversificación? Por eso el inversor que diversifica es aquel que logra diferentes fuentes que determinan esos flujos.
En resumen, la diversificación no se trata exclusivamente de un portafolio dividido entre renta fija y variable, sino de ahondar en qué originan y cómo se relacionan los ingresos que éstos generarán en el conjunto de la cartera.
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